Alrededor de 1940, luego de una pubertad más bien indiferenciada, surge la música norteamericana como tal. Aislados de Europa, los compositores comenzaron a producir un material que podría identificarse como ‘nativo’. Al cabo de la 2ª Gran Guerra se había logrado cultivar un material digno de exportación. Se componían sinfonías de toda especie; se representaban nuevas óperas en las ciudades del Medio Oeste… Y por todas partes se oía a cantantes solistas. Por un lado se encontraban Frank Sinatra –derecha–, Lena Horne y Billie Holiday, elevados estilistas que interpretaban maravillosamente un material las más de las veces de escaso interés musical –cuando no derivado de las composiciones de George Gershwin o Cole Porter– y oscuro contenido literario. Por el otro, cantantes de concierto especializados –Frijsh, Fairbank y Tangeman– los cuales, aunque vocalmente irregulares, contribuyeron a crear un nuevo estilo al persuadir a ciertos compositores más bien jóvenes a que crearan canciones cantables basadas en textos de calidad.

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